La adolescencia es, por naturaleza, una etapa que adolece. Todo cambia: el cuerpo, la mente, las emociones. Y cuando esos cambios incluyen la piel, la apariencia, el impacto puede ser devastador. Nada parece suficiente.
Una mancha, una cicatriz, se convierte en un motivo inmenso para sufrir, para expresarlo de forma abrupta, torpe. No son ya niños, tampoco adultos, pero siguen siendo nuestros hijos. Y a veces lo que dicen nos desarma, nos rompe.
Cuando lo expresan, lo gritan, lo maldicen. Se retan a sí mismos, nos retan a nosotros. Y duele. Porque los miramos y vemos potencial, belleza, fuerza… y ellos, cegados por el dolor, no se reconocen.
Pero cuando no lo dicen, cuando no lo expresan, duele aún más. Se aíslan. Se refugian en pantallas, en audífonos. Se distancian y parecen odiar todo lo que representa cuidado, amor o autoridad. Y en su silencio, en su desconexión, culpan a quienes más los aman.
El vitiligo, en un adolescente, no debería existir. Su presencia y permanencia no solo es una condición médica, es una tragedia emocional, social y familiar. Es un llamado a la acción para todos.
No permitas que esta etapa marque la vida de tu hijo para siempre. Toma el teléfono. Llama. Insiste. Hazme saber que necesitas ayuda. Yo te abriré la puerta de mi centro asistencial, pero sobre todo, la puerta de mi corazón.
Juntos podemos detener el vitiligo. Podemos retirarlo. Podemos evitar que vuelva. Ese es mi propósito. Incluso cuando ya no esté, mi voz seguirá diciendo esto: el momento es ahora, es hoy, es siempre.