Hace más de 30 años, un niño de 11 años con vitiligo me miró fijamente sin decir una sola palabra. Tenía la modalidad conocida como “ojos de panda”, y en su mirada había más que curiosidad: había un grito mudo de ayuda. Esa mirada fue más elocuente que cualquier historia clínica. Me decía: "Ayúdeme, doctor".
Esa mirada no la he olvidado. Fue el inicio de mi compromiso personal con esta condición. Desde entonces, no he dejado de estudiar, de observar y de intentar comprender cada signo visible y cada señal invisible que esta enfermedad deja en quienes la padecen. Me hizo pensar: ¿qué más puedo hacer, además de recetar o recomendar?
Así nació el protocolo de control personalizado. No se trata solo de ciencia, tecnología o estudios clínicos. Se trata de humanidad. De saber que detrás de cada mancha hay una historia. Y detrás de cada historia, hay alguien que merece ser escuchado y acompañado.
Hoy, ese protocolo está al alcance de más personas. Y esa mirada, aún la llevo conmigo.